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Traducción de Emma Calatayud
La obra de Thomas Mann puede clasificarse dentro de
la categoría muy poco corriente del clásico moderno, es decir, de la
obra aún reciente pero no indiscutida sino, por el contrario, releída,
rejuzgada, examinada en todas sus facetas y a todos sus niveles, digna
de servir a la vez de piedra de toque y de alimento. Obras como ésta nos
conmueven, al leerlas por quinta vez, por razones muy distintas de las
que, cuando las leímos por vez primera, hicieron que nos gustaran. La
atmósfera de novedad y casi de exotismo que respira un lector francés
cuando aborda por primera vez Los Buddenbrooks, al disiparse debido a la
costumbre o a un conocimiento más íntimo de Alemania, deja al desnudo
el documento humano, el drama del hombre enfrentado a las fuerzas
familiares o sociales que lo edificaron y que, poco a poco, van a
destruirlo. El elemento de novedad o de contemporaneidad de una novela
como La montaña mágica, al centrarse tan fuertemente sobre la
descripción de un tiempo y de un lugar, ya no nos oculta el verdadero
trasfondo atemporal y cósmico de la obra maestra; el elemento sensual
que hace no mucho nos turbaba al leer La muerte en Venecia ya no
sorprende al lector de hoy, dejándole así plena libertad para meditar a
gusto sobre una de las alegorías más bellas de la muerte que ha
producido el genio trágico de Alemania.
Obra alemana: alemana por el método de la
alucinación al servicio del hecho; por la búsqueda de una sabiduría
mágica cuyos secretos susurrados o sobreentendidos flotan entre líneas,
destinados, según parece, a pasar voluntariamente lo más desapercibidos
posible; por la presencia de esas grandes entidades que siempre
obsesionaron a los pensadores germánicos, como el Espíritu de la Tierra,
las Madres, el Diablo y la Muerte , una muerte más activa, más
virulenta que en cualquier otro lugar, misteriosamente mezclada con la
vida misma y, en ocasiones, dotada con los mismos atributos del amor.
Alemana, esta obra lo es también por la sólida estructura sinfónica, por
el carácter contrapúntico de sus partes elaboradas en el transcurso de
más de medio siglo. Pero esta masa germánica -al igual que la misma
Alemania- ha sido elaborada con fermentos extranjeros: el héroe de La
muerte en Venecia y el de La montaña mágica deben su suprema revelación a
la Grecia de los Misterios; el pensamiento judío y el talmúdico o
cabalístico más aún que el bíblico impregnan las sabias circunvoluciones
del José, y eso en una época en que el Estado alemán decretaba la
destrucción de Israel. El hinduismo, al que tan a menudo acude el
pensamiento alemán, inspira el erotismo trascendental de las Cabezas
intercambiadas; una fatídica Asia tartamudea en La montaña mágica por
boca de Mynheer Peeperkorn. Finalmente, para la alemana tipificada que
es la Sra. von Tummler, el fantasma del amor es un fantasma anglosajón;
para Hans Castorp y para Gustav von Aschenbach, los fantasmas del amor
son fantasmas eslavos.
Estos materiales tan diversos se elaboran formando
una masa que recuerda las lentas estratificaciones geológicas más que
las construcciones precisas y deliberadas de la arquitectura. El
meticuloso realismo de Mann, ese realismo obsesivo que caracteriza con
tanta frecuencia la visión alemana, sirve de agua madre a las
estructuras cristalinas de la alegoría; también sirve de lecho a la
corriente casi subterránea del mito y del sueño. La muerte en Venecia,
que comienza con el relato realista de un paseo por las afueras de
Munich, no nos perdona ni un detalle de los horarios de trenes o de
barcos, de los cotilleos de un barbero, ni de los tonos chillones de una
corbaca, y organiza los sinsabores y contratiempos como una alegórica
Danza de la Muerte ; muy por debajo de todo ello fluye, inagotable y
ardiente, nacida secretamente de un simbolismo más antiguo, la gran
meditación de un hombre presa de su propio fin, que extrae del fondo de
sí mismo la muerte y el amor. La montaña mágica es la descripción
exactísima de un sanatorio de la Suiza alemana hacia 1912; es también
una suma medieval, una alegoría de la Ciudad del Mundo; finalmente, es
asimismo la epopeya de un Ulises del abismo interior, entregado a los
ogros y a las larvas, que aborda dentro de sí la sabiduría a la manera
de una modesta Itaca. El espejismo nos presenta a una alemana de 1924
con su carácter específico casi ridículo; esa alemana, sin embargo, es
una alegórica Alemania; más hondamente aún, su carne enferma es la cueva
donde los cangrejos del cáncer y del deseo se devoran unos a otros.
Peeperkorn tal vez sea Gerhart Hauptmann; es al mismo tiempo una especie
de dios Pan extrañamente esculpido en la materia de una roca de la
Engandina ; es, sobre todo, el hombre vida, informe y poderoso como la
vida misma, míticamente emparentado con las aguas de la cascada sobre
cuyo fondo traza el autor su silueta la víspera de su muerte. ¿Serán
Naphta y Settembrini auténticos retratos, apenas caricaturescos, de unos
originales sobre los que todo se anotó: la ropa, el estado de salud,
los medios de subsistencia, las manías intelectuales y los «tics» de
lenguaje? ¿Existirán únicamente para significar lo inútiles y arrogantes
que suelen ser la mayoría de nuestras conversaciones filosóficas? ¿No
será que mantenemos con ellos, llevada ad absurdum, una conversación
totalmente incongruente? ¿Encarnan, por el contrario, dos principios que
rigen el mundo, serán como enormes altavoces mediante los cuales se
enuncia grotescamente -puesto que hay que hacerlo con palabras- un
problema demasiado amplio para el cual no están hechas estas últimas?
Realidad, alegoría y mito, todo se mezcla; debido a una especie de
circulación constante, todos vuelven continuamente al seno de la vida,
del que nacieron.
La misma complejidad reina en Mann en lo
concerniente al tiempo y a su corolario el lugar. Tiempos infinitamente
variados, puesto que esta obra se sumerge en gran parte en un pasado
histórico o legendario, lejano o próximo y puesto que, por el hecho
mismo de haber sido elaborada en el transcurso de una larga vida, las
partes contemporáneas del relato han sido también atrapadas por el
movimiento del tiempo y han resbalado del presente al pasado. El tiempo
de la Alemania que nos presenta en Los Buddenbrooks, el de la Alemania
de Sangre vedada y de La muerte en Venecia, el de La montaña mágica, el
de Espejismo, y el del Doctor Fausto, separados en total por apenas
medio siglo -aunque ese medio siglo sea uno de los más turbulentos de la
historia-, difieren tanto unos de otros como del tiempo de la Alemania
de Carlota en Weimar. Más aún, muy calladamente, lo actual irrumpe en
Mann en la categoría de lo histórico; para este analista de las
mutaciones y del tránsito, el presente no ocupa un lugar privilegiado en
la sucesión de los siglos; todos los tiempos, incluido el nuestro,
flotan igualmente en la superficie del tiempo. En ocasiones, al igual
que el espectro de Joachim, que aparece al final de La montaña mágica
tocado con el casco de una guerra que aún no sucedió, esos libros
escritos en pasado invaden el terreno del porvenir; el hundimiento de
los Buddenbrooks es más completo hoy día que en la época en que fue
descrito; la existencia de una míscica inquisitorial como la de Naphta
fue después siniestramente demostrada por los hechos. Las concepciones
espaciales y temporales de Mann fueron ampliándose poco a poco, por no
decir modificándose, debido al progreso que, en el transcurso de medio
siglo, lo llevó del realismo propiamente dicho al realismo en el sentido
filosófico del término. El drama de los Buddenbrooks aún se perfilaba
sobre el trasfondo sucial de la ciudad, se ajustaba al movimiento de los
relojes de Lübeck. En La montaña mágica, las olas y la arena de la
playa báltica que evoca Hans Castorp sugieren los latidos y cálculos de
una duración pura. El tiempo febril del sanatorio, tan exactamente
situado en un momento de la historia universal, antes de que estallara
la guerra de 1914, se evalúa a la escala del tiempo geológico de la
montaña. El tiempo bíblico del José fluye como un reguero en la
inmensidad de la llanura mesopotámica, habitada por el hombre desde
tiempo inmemorial. El tiempo demoníáco, dilatado hasta el infinito, que
obtiene el Doctor Fausto a cambio de su vida, se inscribe en común con
la serie visible de las noches y los días. El instante histórico se
combina cada vez más explícitamente con una noción cósmica de la
eternidad.
«Te adoro, imagen humana de agua y de albúmina,
destinada a la anatomía del sepulcro», le dice poco más o menos Hans
Castorp a Clawdia Chauchat en su extrañísima declaración de amor. Thomas
Mann no hace sino formular aquí, en términos de química orgánica, unos
puntos de vista emparentados con los expresados por los grandes
ocultistas humanistas del Renacimiento: el hombre microcosmos, formado
por la misma sustancia y regido por las mismas leyes que el cosmos,
sometido como la misma materia a una serie de transmutaciones parciales o
totales, unido a todo por una suerte de rica capilaridad. Este
humanismo con base cósmica es ajeno a la antinomia platónica y cristiana
del alma y del cuerpo, del mundo sensible y del mundo inteligible, de
la materia y de Dios. Para seguir en el terreno del novelista, y del
novelista del siglo XX, no encontramos, pues, en Mann, ni el proceso de
conversión o de rechazo de un Aldous Huxley que va accediendo poco a
poco a la noción de una verdad de orden místico subyacente al desorden y
al caos humano, ni la ascesis estética que eleva a un Proust desde la
contemplación de un mundo de huidizas e imperfectas realidades hasta la
visión de un mundo absoluto y puro. Tampoco encontraremos esa
asimilación de lo fisiológico a lo inmundo, constante en un Sartre,
implícita en un Genet y a menudo reconocible en Francia en una
literatura que aún sigue siendo extrañamente jansenista hasta en sus
licencias y en que el viejo concepto cristiano de la indignidad de la
carne suele persistir dentro de un contexto por otra parte ajeno a
cualquier idealismo cristiano. Pero, por otro lado, las simples y
tranquilizadoras nociones de equilibrio, de salud, de felicidad, tan
importantes para el viejo humanismo grecolatino tradicional, también se
hallan ausentes de ese humanismo que pasa por el abismo. El deseo, la
enfermedad, la muerte y, por una audaz paradoja, el pensamiento mismo
cuya acción corrosiva destruye poco a poco su soporte de carne, son para
Mann lo equivalente a los fermentos y disolventes de una especie de
transmutación alquímica: ponen en contacto de nuevo, de buen o mal
grado, «la imagen humana de agua y de albúmina» con su medio original,
que es el universo.
La actitud de Mann ante unas conclusiones, a menudo
subversivas, a las que le llevaron sus propias premisas, no deja de
recordarnos la precavida lentitud de su héroe Hans Castorp. El personaje
de Mann no aparece, en un principio, como solitario, fuera de la
sociedad, disponible, cortado de bases ideológicas cuya misma existencia
es, por lo demás, puesta en duda; no se encuentra a sus anchas en lo
gratuito o en lo absurdo, como lo hicieron casi obligatoriamente tantos
personajes de novelas europeas del siglo XX. Se nos presenta al
principio como inseparable de una clase o de un grupo, casi arcaicamente
sostenido y aprisionado por unas costumbres sociales que él cree buenas
y que tal vez lo fueron, pero que ya no son más que una vida
esclerótica y muerta. Su estado inicial no es tanto de desesperación
como una especie de obtusa satisfacción de sí mismo. Sólo de manera
torpe y tardía tratará de encontrar, bajo esa costra petrificada, un
mundo de energía vital al que él pertenece, pero al que no puede llegar
de no ser pagando con la muerte real o simbólica del hombre externo.
Parece ser que Mann no consiguió jamás eliminar por completo de su
conciencia, y aún menos de su subconsciente, un resto de timidez
burguesa o de reprobación puritana en presencia de esa aventura del
espíritu de camino hacia sí mismo. En una época en que cada vez
prevalecía más el tema de la evasión fácil, él no paró de señalar con
una insistencia a veces casi cómica, los peligros monstruosos que
acechan al hombre cuando se sale de los caminos trillados y permitidos.
La tragedia francamente convencional del artista en ruptura con su medio
burgués sigue siendo para él hasta el final el símbolo de una terrible
opción. Su prudencia, sus audacias, su lenta ironía, los sinuosos rodeos
característicos de su mismo pensamiento, se hallan en función de los
peligros que presenta lo que sigue siendo para él la más escabrosa de
las tentativas.
En la atmósfera gris de Los Buddenbrooks,
destacándose sobre el fondo fuliginoso de La muerte en Venecia, unos
personajes cansados de ser virtuosos siguen oponiendo a las
solicitaciones del caos una desesperada resistencia; Thomas Buddenbrook,
tristemente anclado en su corrección burguesa, muere al servicio de una
causa honorable y superada; Gustav von Aschenbach defiende hasta el
final su desolada respetabilidad frente a la insidiosa infección del
amor. Una mezcla similar de desesperación y atonía reina en las novelas
cortas anteriores a 1914, que Mann sitúa en provincias, en Alemania; la
vida se pudre allí bajo la tapadera del rigorismo y la decencia; no hay
más salidas que las que se abren al sueño, al cambio de ambiente, a la
pasión pero, infaliblemente, esas salidas conducen a la muerte. Estos
héroes del joven Mann son víctimas del caos, no son aún sus
exploradores; sólo inconscientemente son sus cómplices. El demonio
enamorado de Aschenbach en la novela corta titulada El armario, el
aullido de deseo reprimido que lanza el hombrecillo llamado Sr.
Friedemann en el relato del mismo nombre, se liberan cuando llegan al
límite extremo de la disolución, o durante la total irresponsabilidad de
un sueño; la severidad del autor para con el personaje del hombre de
letras, ese tránsfugo de la sociedad burguesa, aúna la precaución
oratoria y el fenómeno de autocastigo. En Tonio Kröger, que representa
la comedia sentimental en esa serie de conflictos casi siempre trágicos,
el héroe -y seguramente Mann a través del mismo- habla en favor de un
compromiso entre la anarquía del artista, que habita en él, y la
existencia burguesa que sigue representando para él, de forma bastante
ingenua, un símbolo de pulcritud moral y de bienestar corporal, símbolo
asimismo de la confortación y de la comodidad. Paradójicamente, es el
orden -o lo que llaman orden- y no el desorden, lo que tienta al débil
Tonio Kröger.
En La montaña mágica, el pensamiento demoníaco
triunfa por vez primera del pesimismo schopenhaueriano y del conformismo
estoico; Joachim, mártir de la rigidez y de la represión, cede el
puesto a su primo Hans Castorp cuyas cualidades pequeño burguesas se
dedican a explorar abismos. El mito se eleva sobre la nieve; lo
fantástico, diseminado en varias de sus primeras novelas, se ordena
según las leyes de la epopeya mágica y del ritual de iniciación. Al
mismo tiempo, Mann llega -si podemos decirlo así- al clasicismo de su
romanticismo; nos percatamos de ello porque de su obra, como de toda
obra clásica, sacamos el beneficio de aumentar nuestro conocimiento; la
novela del triunfo de la muerte se ha convertido en una novela educativa
a la manera de la Willhelm Meister. Hans Castorp ha aprendido a vivir.
Ese joven burgués un tanto torpe, casi ridículo, a quien el autor hace
desaparecer entre los humos de la guerra de 1914, sin querer o sin poder
decirnos si salió o no vivo de la misma, es un ejemplar de esa raza
cada vez más amenazada: el Homo sapiens. Ese eterno estudiante es el
antiaprendiz de brujo. El estudio de la ciencia -de la que suele decirse
que deshumaniza- no hace sino llevarlo, mediante una trayectoria que
siempre fue la del humanista auténtico, a una idea más correcta de su
condición de hombre. La experimentación con esas ciencias inciertas,
mitad falsas mitad verdaderas, a las que llaman ciencias ocultas, no es
sino un reconocimiento heroico y llevado a las últimas consecuencias,
del conocimiento humano. La sabiduría hermética se convierte
sencillamente en sabiduría a secas.
Pero nada es sencillo en Mann: en las últimas
páginas de La montaña mágica, Hans Castorp se lanza casi alegremente a
la aventura de la guerra con la esperanza de encontrar en ella la
realidad y la camaradería humana. Sentimiento que no es anormal en un
recluta de 1914, pero nos da la sensación de que Mann, todavía imbuido
en las disciplinas militaristas de su época, sin reserva mental alguna,
obliga a Hans, al final de su libre periplo, a ocupar el puesto que dejó
vacío el obtuso e intransigente Joachim. Hasta en la obra más clásica
del gran escritor, el ejercicio de la inteligencia sigue siendo algo
sospechoso y la guerra supone «para el niño mimado por la vida» el
exorcismo que lo arranca de «la montaña de los pecados». Bien es cierto
que hay hermosos libros con desenlaces postizos, que a última hora los
reconcilian con las ideas preconcebidas del lector y en ocasiones, con
los prejuicios que subsisten en la mente del mismo autor. Pero el tema
de lo que podríamos llamar pecado original de la inteligencia es tan
constante en Mann que no podemos permitirnos esquivar este epílogo: el
autor, al final de la larga obra consagrada a los progresos de un
espíritu en formación, acaba denunciando deliberadamente las
investigaciones intelectuales de Hans como una peligrosa excursión por
los terrenos del Mal.
Al igual que La muerte en Venecia, que la precede, y
como Doctor Fausto, que es posterior, La montaña mágica tiene por cima,
si no es por centro, un mito en el interior de un mito, un momento en
que el personaje que sueña, o que sueña despierto, ve la realidad cara a
cara. La realidad central de La muerte en Venecia era la pasión; la
realidad central del Doctor Fausto es el infierno; la de La montaña
mágica es la temible vida. Hans, dormido bajo la nieve en unos prados de
la Suiza alemana, constata, en una visión onírica, la belleza del
mundo, descrita con el aspecto neoclásico de un idilio de Boecklin o de
una composición de Puvis de Chavanes, de esas orillas mediterráneas en
donde la imaginación alemana situó siempre la dicha fácil, la perfección
sensual por la que Tonio Kröger se dejaba tentar. Un paso más y la
mirada furtiva de los hermosos jóvenes conocidos en sueños conduce al
durmiente hasta el atroz lugar santo escondido en medio de aquel paisaje
delicioso, lo pone en presencia de las sacerdotisas caníbales y de la
víctima humana degollada, es decir, lo pone en presencia del supremo
secreto que el esplendor del mundo disimula y redime. La verdad última
es una verdad que espanta. A partir de esa visión del horror intrínseco
todos los caminos del espíritu podrían abrirse para Hans: el de la
santidad o el del crimen, el de la rebeldía o el de la aceptación.
Característicamente, Mann elige para su héroe este último que es, en
suma, el de casi todos los hombres. Por mucho que Hans jure en su
delirio que no dejará a la Muerte dominar su pensamiento, su único
recurso es apartar su mente de la terrible visión, al igual que los
adolescentes de su sueño apartaban la vista de la mìsma. Bn La montaña
mágica como, por lo demás, en todas las grandes novelas de Mann y quizá
en toda la literatura de tradición hermética el héroe, si desea
continuar viviendo y si no es arrebatado por sus demonios como
Aschenbach o Fausto, deberá descender casi obligatoriamente a una u otra
forma de aparente conformismo u olvido. Todo vuelve a la normalidad.
José, fuera de la fosa, ya no es más que el joven hebreo sin rencor, que
torna en provecho de todos el favor de Dios; el papa Gregorio, al
librarse de sus terribles crímenes y de sus terribles penitencias,
tergiversa sabiamente sus recuerdos; Hans, una vez realizado su periplo,
vestirá el uniforme y, reconquistado por las compulsiones e imperativos
del «mundo de abajo», se perderá entre la multitud de hombres que matan
y mueren.
Situado en la frontera entre la teogonía y la
historia, la tetralogía de José es una de esas grandes interpretaciones
humanistas del pasado, posibles únicamente gracias al lento trabajo
previo de generaciones de eruditos, y en este caso especialmente de
etnógrafos, historiadores de religiones antiguas y arqueólogos del
último medio siglo. Por primera vez, una obra literaria que no pretende
ser apologética del punto de vista judío, ni exegética del punto de
vista cristiano, nos muestra en Israel a un mismo tiempo lo que lo une
al vasto mundo mítico y pagano y lo que de él lo separa, nos hace
asistir al nacimiento casi monstruoso de la noción monoteísta de Dios.
Si de todas las grandes obras de Mann, es la de José la única en que el
interés erótico se concentra casi exclusivamente en el amor conyugal, o
más bien en las formas genitales de la sensualidad humana, es porque la
obra en su totalidad es la historia de un simbólico embarazo: Jacob
Israel da a luz a Dios al igual que Raquel trae al mundo al Verdadero
Hijo. El mérito supremo de esta inmersión en el trasfondo de la memoria
humana consiste en haber sacado a la superficie esa conciencia del
hombre primitivo que se ha convertido en nuestro inconsciente. Obra
metafísica bajo sus apariencias de crónica atiborrada de sustancia
humana: el hombre de José, al hacer que se interpreten las generaciones,
al sentir como suyas las experiencias y emociones de sus antepasados,
responde, no a la definición del individuo, sino a aquélla, más sagrada,
de la persona: autor-actor de su propio drama, escapa a la tragedia tan
pronto por medio de la comedia del error, del timo o del equívoco
verbal, como con la ayuda de las dos nociones -también antinómicas- de
la omnipresencia del presente y de la recurrencia eterna; sigue siendo
con toda naturalidad universo. Ismael y Esaú son ambos el Espíritu Rojo,
el Simún y Set el Asesino; Abraham es al mismo tiempo el abuelo de José
y su antepasado inmemorial, vagabundo lunar que sale para hallar a Dios
fuera de la ciudad de sus orígenes, especie de Judío errante que camina
sin cesar por lo que es de nuevo el camino del comienzo de los tiempos.
El mismo José es, por una parte, Tamouz-Adonis, el Desgarrado, el
Resucitado, y, por la otra, ese personaje más flexible que heroico,
especialmente entrañable para Mann: «el niño mimado por la suerte», el
artista, el heredero frágil y seductor de una antigua raza, un hermano
menos enfermizo de Hanno Buddenbrook, un Tonio Kröger menos inquieto o
un Hans Castorp menos pesado. La epopeya de la búsqueda de Dios finaliza
casi demasiado fácilmente mediante un modus vivendi con el mismo Dios.
Tras el primer volumen, lleno de la grandiosa y
primitiva figura de Jacob, la aventura pierde grandeza para convertirse
en una comedia costumbrista de la protohistoria; el exilio sirve de
pretexto para una minuciosa enumeración de los usos y costumbres del
antiguo Egipto, que resultaría fútil si no vislumbráramos, a través de
esa larga descripción de las mejores costumbres de una sociedad
desaparecida, una imperceptible burla de toda sociedad, sea la que
fuere. El mismo José -el hermoso muchacho virtuoso tanto por interés
bien entendido como por dispensación divina, el joven varón casto pero
de una astucia casi femenina- ya no es más que el amable ejemplo de un
éxito práctico, que ciertamente se encuentra también en la tradición
judía tanto como las sublimidades de los profetas o las grandezas de los
patriarcas; se convierte en el príncipe de cuento protagonista de una
bonita historia que no puede terminar mal. Una suerte de tranquilizadora
inmunidad acolcha -por decirlo así- al principal personaje y a los
comparsas de la aventura, protegiéndolos de todos los golpes: el eunuco
Putifar se instala tan cómodamente en su impotencia como José en su
exilio; incluso la pasión carnal no perturba sino justo lo preciso los
estilizados encantos de la señora Putifar [1]. Nos
salimos del mundo de la epopeya para entrar en el mundo más complaciente
del cuento. También al cuento pertenecen esas catástrofes inofensivas,
esas series de incidentes a la vez lentos y fáciles, esos paisajes
convencionales de un Egipto estancado en su lujo y en su hermoso orden
propio de un país de leyenda, en el interior del cual se pasean sin
prisa unos personajes de tonos vivos y como vitrificados. Al estirar
así, hasta completar cuatro volúmenes de una novela analítica, lo que en
la Biblia no es más que un apólogo de unas cuantas páginas, Mann le
deja -con toda intención, al parecer- el aspecto en dos dimensiones de
una fábula; su sutil exégesis reduce proporcionalmente su sustancia más
que la desarrolla. La emoción angustiosa del hijo perdido y hallado, el
edificante patetismo del hermano que perdona van hundiéndose poco a poco
durante esas aproximadamente mil páginas escurridizas como la arena, se
dividen como los motivos, repetidos cien veces, de una alfombra
oriental.
El juego, elemento diferente de la fantasía o de la
ironía, tardó en convertirse, en las novelas de Mann, en el vehículo de
lo esencial. Alteza real, que se remonta a 1909, conserva encantos casi
pasados de moda propios de comedieta para teatro cortesano, y que sólo
inquietan -como a menudo sucede en Mann- por su misma superficialidad;
el ameno Desorden y dolor precoz, al describir una familia alemana
entregada al caos de la inflación, conserva el tono anodino de una
chanza elegante. Por otro lado, la autobiografía picaresca de Félix
Krull, cuyos primeros capítulos datan de 1911, y que parecía ocupar en
la obra de Mann el lugar de Los sótanos del Vaticano en la de André
Gide, se hallaba destinada a no ser terminada hasta las postrimerías de
su vida. Así pues, sólo a partir de la comedia mítica de José, se
introduce visiblemente en una obra mayor de Thomas Mann el elemento de
jovialidad, casi diríamos de divertimento, de ese involuntario scherzo
que predomina en algunos grandes escritores cuanto llegan a la madurez.
El cuento galante de las Cabezas intercambiadas trata con tono juguetón
el perpetuo flujo de las entidades y de las formas, y adapta un gran
mito hindú a la manera amable de un apólogo oriental del siglo XVIII. En
El elegido, balada medieval, los que aparecen son los temas más
secretos de Mann, bajo su fino disfraz gótico, con una libertad propia
de baile de máscaras. Los grotescos peligros de la aventura humana son
superados aquí con la facilidad semiburlona del soñador que - sabe - que
- está - soñando; el escandaloso amor de la hermana y el hermano, y
después de la madre y el hijo, lleva en sí los frutos de la santidad; el
empleo del francés antiguo torna en divertimento erudito las palabras
de los amantes cuando están en la cama incestuosa. En El espejismo que,
con cuarenta años de distancia, recupera a la usanza doméstica los
apasionados temas de La muerte en Venecia y en donde el personaje de una
matrona inflamable sustituye al hombre consquistado a su pesar, este
cuadrito costumbrista, confortable y bonachón aburguesa aquí los
horrores de la Danza de la Muerte. Estas últimas obras de Mann ocupan,
dentro de su trayectoria, un lugar poco más o menos semejante al del
Cuento de invierno o de Cimbelino en la obra de Shakespeare. La noción
de pesimismo y la de optimismo, el mundo de las formas fijas y el de las
formas que se mueven, el orden y el desorden, la vida - en - la -
muerte y la muerte - en - la - vida se han convertido en los diversos
aspectos de un MYSTERIUM MAGNUM que, en lo sucesivo, carece de sorpresas
para el viejo alquimista. El sentido del juego va suplantando poco a
poco al sentido del peligro.
Dos obras cuya comparación nos parece escandalosa
en un principio: Carlota en Weimar, que data de 1939, y Las confesiones
del caballero de industria Félix Krull, comenzadas en 1911 y continuadas
después en 1954, trasladan al plano del juego dos temas que siempre
obsesionaron a Mann: el de la equívoca naturaleza del artista y el del
carácter sospechoso de la inteligencia misma. En Carlota en Weimar, el
juego se desarrolla amparado en el nombre más grande de la literatura
alemana, en el de Goethe, el Goethe envejecido y olímpico que parece
presentarnos la imagen más conseguida y al mismo tiempo la más imponente
del hombre de letras. En Félix Krull, por el contrario, se lleva a cabo
a través del simpático personaje de un artista impostor, de un seductor
y casi mitológico. Hermes tramposo, astuto protagonista del drama
satírico con el que Mann termina su obra trágica. La ironía, en Carlota
en Weimar se ejerce superficialmente sobre el entorno del gran hombre,
con su natural malevolencia y su natural mezquindad, y en profundidad
sobre la posición del escritor mismo, sobre la oblicua diferencia entre
sus tópicos externos y su realidad interior secreta, enteramente
inconmensurable con todo orden social e incluso humano cualquiera que
sea, y sin relación alguna, sobre todo, con la imagen romántica que él
mismo trazó de sus amores. Una serie de registros estilísticos nos
conduce desde el sabio anciano, que desempeña con decoro su papel de
gran hombre dentro del pequeño círculo de Weimar, hasta el viejo brujo
preocupado en su interior por las misteriosas operaciones químicas del
genio, que segrega unos pensamientos que nunca serán para nadie, sino
para él, hasta que la extraordinaria explosión lírica y oratoria del
final nos lleve todavía más lejos, al borde de una hoguera ardiente de
fuerzas demoníacas que ya ni siquiera tienen forma humana. La noción
casi obsesiva en Mann de la abyección secreta del artista, dominada en
Carlota en Weimar por la presencia del gran Goethe, le inspira en
cambio, en Félix Krull el episodio de aquella visita a un actor célebre
idolatrado del público por su elegante desenvoltura de hombre de mundo,
pero que, en su camerino sucio y sudando bajo los restos de maquillaje,
ya no es más que un individuo de aspecto repugnante y vulgar, con la
piel cubierta de sangrientas pústulas. Esta obsesión por la impostura,
inherente a toda realización artística vuelve a aparecer en el pasaje en
que el pequeño Krull se sube al estrado de un quiosco de música y
adquiere reputación de niño prodigio al tocar en su pequeño violín el
brillante fragmento que está tocando la orquesta en aquel mismo momento.
Niño mimado por la suerte, heredero delicado de un papá en quiebra,
joven José que no rechaza las insinuaciones de las mujeres maduras,
virtuoso del disfraz de la doblez, turista que da la vuelta al mundo y a
los hombres, atento oyente de las charlas cosmogónicas del profesor
Kuckuck, el Félix Krull de los capítulos añadidos en 1954 se va
convirtiendo gradualmente en la caricatura de los grandes héroes de Mann
y, de alguna manera, en su residuo cómico. La vida se torna farsa en
esta última obra del autor octogenario: a un Francfort aún alegórico,
hermoso como una ciudad alemana de cuadro de la Edad Media sucede un
alegre París contemplado a través de los recuerdos de La viuda alegre y
de los «vaudevilles» de Feydeau; la obra inacabada marca el paso en una
Lisboa muy poco reconocible, y nos quedamos sin saber cómo hubiera
concluido Mann su novela.
El Doctor Fausto ocupa un lugar aparte entre las
obras que Mann escribió siendo ya viejo: es como una cumbre aislada tras
los grandes sistemas montañosos que son Los Buddenbrooks, La montaña
mágica o la tetralogía de José. El juego también figura en él pero, al
igual que la música terrorífica e irónica del Apocalypsis cum figuris
del músico Adrian Leverkühn -héroe de este libro sombrío-, este scherzo
característico de la última época del autor adquiere aquí una
estridencia y unas implicaciones desesperadas. Juego y peligro se
emparejan esta vez como dos monstruos uno frente a otro en el pórtico de
una catedral. Nunca como aquí fue tan consumada la habilidad de Mann,
en este libro en que un triple tema: político, teológico y mágico,
prepara y sostiene el tema musical en un movimiento de fuga, y este tema
se absorbe a su vez en el problema del Entendimiento, de sus límites, y
del precio a pagar por rebasarlos. La voluntad de aprender a vivir, la
conformidad del individuo con el ruido de la vida misma, tan importante
en La montaña mágica, han desaparecido siniestramente de esta obra en
donde el héroe se realiza mediante una lenta autodestrucción, y en una
especie de total encarcelamiento dentro de sí. Ya Hans Castorp,
encerrado en su habitación del sanatorio, nos ofrecía un ejemplo de
reclusión de este tipo, pero las ventanas de Hans daban al universo,
mientras que las de Leverkühn dan a un extraño vacío. El iniciado se ha
convertido en condenado. La extraordinaria ausencia de espiritualidad
que marca la obra hermética de Mann deja, por decirlo así, el campo
libre a la trascendencia del Mal, en el Doctor Fausto. El Fausto de
Goethe muere y se salva, y el humanismo del Renacimiento revisado por el
racionalismo de la era de las luces no podía admitir que fuese de otra
manera, ni que la aspiración infinita del hombre fuera en sí misma un
pecado contra el Espíritu. En el Fausto de Mann, en cambio, Adrian
Leverkühn pertenece para siempre al Diablo antes incluso de haber
recibido su maligna visita. Una extraña mala suerte golpea a quienes él
ama: Rudi, mediocre ser amado, muere durante un grotesco suceso; el niño
Nepomuk, único personaje que encarna la inocencia en este libro
maldito, es atrapado también por el tornillo diabólico en el que se ha
dejado coger Leverkühn, y muere arrebatado por las convulsiones de la
meningitis cerebro espinal que pone irónicamente, en aquel menudo
semblante angélico, muecas de condenado. El arte se ha convertido en una
meta aparte, extrañamente separada de la vida, pero que se anticipa, no
obstante, a la propia vida, ya que la escisión de las formas musicales
parece pronosticar para la humanidad los cataclismos futuros; las obras
de Adrian Leverkühn crecen como esas floraciones inorgánicas de
cristales que el padre del músico cultivaba en un baño químico, y que
reaparecen varias veces a lo largo del libro, como símbolo burlón de un
desarrollo.
Mediante un procedimiento de repliegue, que entra
habitualmente dentro de las reglas del juego manniano, la chirriante
tragedia de Adrian Leverkühn nos es transmitida en términos de sentido
común burgués y de insulso academicismo, por el narrador que Mann
interpone entre su héroe y nosotros. La aventura del gran hombre
contaminado se transforma así en lo que sería la historia de Fausto
contada por el alumno Wagner, la historia de Hamlet contada por un
Horacio que fuera al mismo tiempo un poco Polonio. Los buenos
sentimientos del doctor Zeitblom forman, por decirlo así, una capa
absorbente entre el perverso músico y la inquietud legítima del lector.
Las implicaciones del drama de Adrian Leverkühn son tan graves, en
efecto, que comprendemos por qué Mann se rodeó de circunlocuciones
prudentes, puesto que esta obra ambigua tiende, en suma, a mostrar la
inevitable y por ello mismo casi justificable colaboración de Satán en
todo triunfo humano [2]. El malestar crece debido a que
esta novela, en donde se mezclan incidentes de la vida de Nietzsche o
de Tchaikovsky; retratos en clave y alusiones autobiográficas, este
relato -espejo en el que se supone que Fausto- Leverkühn ha tratado
musicalmente unos temas que el propio Mann trató literariamente
(incluido un Lamento del Doctor Fausto) parece hacerse eco -con cerca de
medio siglo de intervalo- de las quejas de Tonio Kröger cuando maldice
la equívoca condición del artista y el escándalo inherente a la misma
creación artística. El lector acaba por preguntarse si la sombría
grandeza de este libro de anciano no consistirá sin más en retomar el
punto de vista de la moral tradicional, con sus advertencias contra todo
pacto del hombre con las potencias del mal, o si más bien, bajo la
aparente y trágica denuncia de lo demoníaco, no se saldrá secretamente
con la suya un demonismo singularinente subversivo.
Sería fácil extraer de los libros de Mann una lista
de episodios o de temas herméticos, no muy diferentes, por una parte,
de los símbolos de Märchen o de El segundo Fausto y por la otra, de las
alegorías masónicas de La flauta encantada, demostrando así la enorme
influencia que la antigua tradición ocultista ejerció sobre su obra.
Sería menos fácil, por lo demás, precisar cuándo Mann ha bebido
deliberadamente en las fuentes del fondo común del vocabulario mágico y
cuándo imágenes simbólicas o peripecias míticas nacen de la química
interior de la obra. Pueden incluirse, dentro de los temas iniciáticos,
el incidente grotesco de la risa incontrolable de Hans, al principio de
La montaña mágica, primer resultado de una cura de deshabituamiento; la
descripción de la sesión de cine a la mitad del mismo libro, tan cercana
de la imagen platónica de la Caverna de las sombras y más tarde
reafirmada por el relato de las sesiones de nigromancia en los banales
sótanos del sanatorio; el episodio típico del paso por el sepulcro que,
en José, encuentra su simbolismo en el pozo y en la prisión, y en La
montaña mágica, en la nieve que todo lo cubre y entierra a los
personajes. También es iniciático, al comienzo del mismo libro, el
episodio de la conversación entre Settembrini y Hans Castorp, durante la
cual el de más edad trata de disuadir al más joven para que no se
instale en el sanatorio, y que transpone en términos medio realistas
medio simbólicos, el tema oculto de los guardianes del umbral.
Iniciático igualmente, en el Doctor Fausto, es el descenso en una
campana de buzo, entre los seres que habitan las profundidades abisales,
variante de la visión hebraica del abismo, a la que hace eco, aunque
débilmente, en Félix Krull, el descenso a los sótanos del museo de
paleontología. Iniciático por excelencia es el episodio, en El elegido,
de la estancia en la Isla , y del lento descenso en la escala de las
criaturas que realiza Gregorio, reducido gradualmente a no ser más que
un bichito que duerme en el seno de la tierra. Iniciática es también la
importancia otorgada al tema del disfraz: Jacob - de - Esaú, Lia - de -
Rachel, hermano - de - extranjero; y más aún la noción de
desprendimiento de sí, el juego casi siniestro del hombre - que - sabe -
más - de - lo - que - sabe, al que juegan Joachim y la modistilla de La
montaña mágica en presencia de su propia muerte. Esotérica es la imagen
del parto en la escena de La montaña mágica, cuando la joven medium
«trae al mundo» a un fantasma y sus convulsiones son comparadas a las de
un ataque de eclampsia. Esotérico, finalmente, es el papel otorgado al
dolor psicológico que, en esta obra no cristiana, no va unido a la idea
de redención sino a la de fusión y mezcolanza. En Los Buddenbrooks, la
enfermedad es también el refugio en donde el pequeño Hanno escapa a la
desesperación de existir. Más tarde, la enfermedad será una hermética
vía de acceso. La mancha húmeda de Hans Castorp, la sífilis de Adrian
Leverkühn, simbolizan el conocimiento peligroso; pertenecen al tema del
peaje y al tema del pacto.
La erótica de Mann, tan insidiosa, tan íntimamente
unida a la noción enfermedad - muerte - tránsito constituye otro aspecto
fisiológico que desemboca en lo universal; como tal, también es
iniciático. Las personas amadas: Frau von Rinnlingen, Tadzio, Clawdia
Chauchat, Esmeralda y Ken son todo lo más divinidades psicopompas,
Hermes del umbral; se desvanecen en cuanto han conducido al vivo o al
moribundo hasta el borde del abismo interior. Las más carnales son
apenas más tangibles que esas entidades extrañas, de origen tal vez
autoerótico, como la narradora desnuda de El armario y la Sirenita del
Doctor Fausto. La identidad del sexo, la disparidad de la raza o de la
edad, la conjunción en un mismo cuerpo de la enfermedad y de la belleza,
la ausencia o la escasez de posesión física, son los ingredientes
necesarios del filtro que conduce al héroe de Mann lejos de la rutina,
de lo conocido o de lo permitido. También lo aleja, a veces, de la misma
verosimilitud. Nada más improbable, desde el punto de vista sensual o
psicológico que esa imagen de la vida carnal del joven Hans, limitada
durante los siete largos años pasados en el sanatorio, a una unión de
una noche con Clawdia Chauchat, antes de irse ésta, y después a las
extrañas relaciones platónicas que se establecen entre los dos antiguos
amantes tras el regreso de la bienamada. Unicamente porque en materia de
experiencia sensual no hay nada imposible, aceptamos la biografía
erótica de Adrian Leverkühn tal como nos es ofrecida, limitada durante
unos treinta años a una severa continencia, sólo interrumpida, durante
los años de juventud, por algunos contactos casi rituales con la
prostituta infectada y, más tarde, cerca ya de la edad madura, por unas
breves relaciones con un hombre más joven. Podemos preguntarnos si en El
espejismo no se desliza también algo análogo, no por el hecho de que la
ya madura Sra. von Tummler experimente una gran pasión por el joven
Ken, sino porque las reacciones demasiado viriles o demasiado
intelectualizadas de esta mujer, por lo demás tan simplemente mujer,
representan, al parecer, la transferencia de un sentimiento masculino al
interior de una fisiología femenina, y convierten a esa amable burguesa
en una suerte de poético travesti. Y así es como la obsesión por el
declive de la vida sensual en la Sra. von Tummler, que ella considera
como coincidencia inevitable con los fenómenos físicos de la menopausia,
corresponde mucho más a la obsesión del «cacaclismo cósmico» de la
impotencia que siente el Mynheer Peeperkorn cuando empieza a envejecer
que a la habitual angustia femenina de hacerse vieja y dejar de gustar o
de ser amada.
Sea lo que fuere, da la impresión de que Mann, al
igual que Balzac o Proust, pertenece a esa clase de grandes novelistas
en cuya obra se superponen, al admirable realismo en todos los terrenos,
unas secuencias casi oníricas en el momento en que entra en juego el
erotismo, secuencias en las que ya no tienen importancia las reglas de
la verosimilitud. La realidad cambia de lugar; a partir del momento en
que la Sra. von Tummler entra con Ken en la lancha motora para lo que va
a ser su último paseo, la aventura se desarrolla sobre un ritmo que es
el de los sueños; la noche del Carnaval, durante la cual Hans habla por
primera vez con Clawdia, se halla poblada de entidades de pesadilla;
Gustav von Aschenbach consuma su imposible pasión en la inconsciencia
nocturna del sueño, bajo el transparente símbolo de una orgía
dionisíaca; todo lo que en Fausto se refiere al personaje de Esmeralda,
desde la involuntaria visita al burdel hasta el episodio macabramente
cómico de los médicos enfermos o sospechosos, transcurre en un plano
mágico en el que son recogidos los pequeños acontecimientos de la vida
cotidiana en un orden distinto y enfocados de otra manera. Hasta en
José, dentro del marco edificante del amor conyugal y los largos
retrasos por los que atraviesa la unión de Jacob y de Raquel, el quid
pro quo del travestí, los trece años de esterilidad que sitúan a la
joven en la posición ambigua de ser a un tiempo la que carece y la que
recibe más amor, dan a la pasión legítima ese carácter extraño y casi
onírico, la rodean de esa atmósfera de secretas amenazas y de
inexplicables prohibiciones sin la cual no parece desencadenarse en Mann
la emoción erótica.
Puede incluirse, sin que haya en ello ninguna
paradoja, el tema del incesto tal como figura en Sangre vedada
(Wälsungenblut) o en El elegido. El incesto, que representa el repliegue
del hombre sobre sí y sobre el medio familiar y, a la vez, la más
escandalosa ruptura con las costumbres de ese mismo medio, tiende a
constituir para una parte al menos de la especie humana, el crimen
sexual y el acto mágico por excelencia, imbuido, por consiguiente, de
prestigio y de horror. Sangre vedada transpone a un medio judío berlinés
de principios de siglo el tema wagneriano del incesto mítico entre
Sigmund y Sieglinda; lo que a Mann le interesa es, sobre todo, el
aislamiento perfecto de la pareja idéntica, flor refinada y lujosa de
una civilización y de una raza que se encierran celosamente dentro de sí
mismas. El tema de El elegido, en donde la unión de ambos hermanos se
complica con la unión de la madre y el hijo, obsesionaba ya a Mann
cuando estaba redactando el Doctor Fausto, hasta el punto de hacer que
su Fausto-músico compusiera una ópera sobre esta aventura. La obra se
inspira en un cuento alemán de la Edad Media , pero esa leyenda de un
santo y escandaloso papa Gregorio procede de unos relatos folklóricos
aún más antiguos, que hacen del héroe o del predestinado un hijo del
incesto. En Mann, por lo menos, ese tema incestuoso va estrechamente
unido al tema casi mitológico de los Gemelos, a la imagen casi andrógina
de una pareja indisoluble formada por dos personas de diferente sexo y
belleza semejante. Hasta en su cómico Félix Krull, Mann no ha podido
evitar deslizar en segundo plano las siluetas gemelas de un hermano y
una hermana dotados de un gran encanto y engalanados con lujo exótico,
objeto ambos de un ambivalente amor. En José (en donde también se
insinúa una alusión a los juegos incestuosos entre el joven Ismael y el
joven Isaac), vuelve a aparecer el incesto, en forma caricaturesca, en
la persona de los viejos gemelos Tua y Hua, esposos y hermanos al mismo
tiempo, que se han casado siguiendo la tradición egipcia y que acaban en
la molicie su grotesca existencia de ancianos. En lugar de traer al
mundo, como los trágicos gemelos de El elegido, a un pecador que más
tarde será santificado, esta correcta pareja tiene por hijo a Putifar,
quien, conforme a las mejores costumbres, ha sido castrado desde la
infancia para permitirle así acceder al puesto del chambelán en la Casa
real. Mann toma de la leyenda judía e islámica de José la tradición de
un Putifar eunuco, pero el episodio de los ancianos esposos-gemelos es
de su propia invención y le permite ofrecer, de uno de sus temas
favoritos, una variante bufa, libre de prohibiciones religiosas y, a la
vez, de emoción humana, le permite darnos una versión legítima y, por
ello mismo, desacralizada del incesto [3].
Al igual que el erotismo, la música en Mann es de
esencia mágica: música disolvente, que ya aparecia como peligrosamente
maléfica en el mundo trágicamente wagneriano de Los Buddenbrooks, de
Tristán y de Sangre vedada, y que luego se vuelve francamente
nigromántica en La montaña mágica, y se transforma en demoníaca en el
universo átono del Doctor Fausto, cuando la experiencia de Schoenberg se
convierte en el símbolo supremo de la ruptura y de la renovación de las
formas. Sería fácil ver en esa importancia otorgada a la música, una
característica muy alemana; en realidad, la obra tan francesa de Proust
otorga al mundo de los sonidos un lugar casi tan importante como el que
le atribuye Mann. «Más fuerte que los veladores que dan vueltas...»
Proust también sintió que, debido a una especie de magia negra, cada uno
de los virtuosos que tocaban la sonata de Vinteuil procedía
piadosamente a la evocación de un muerto. Pero para el autor de En busca
del tiempo perdido, se trata menos de un rito de encantamiento que de
una intimación a la inmortalidad. Swann no se sumerge como Hans en el
reino de los muertos, con ayuda de tonadas de ópera grabadas en los
surcos de un disco de gramófono. A pesar del uso constante y casi
excesivo que hace Mann del vocabulario técnico de la música, Proust
sigue siendo el más músico de los dos, el más sensible a la belleza
matemática de las estructuras musicales, y no especialmente a su poder
hipnótico, al sombrío poder visceral del sonido. La música proustiana
permanece firmemente instalada dentro del campo de la realización
estética; se eleva hasta lo suprasensible por la vía de la perfección, y
de ahí se extiende al mundo de la reminiscencia platónica, en el que
desemboca toda la obra de Proust. Para Mann, por el contrario, la música
abre las puertas de la noche. Sumerge al ser humano en lo más hondo del
universo, en el seno de un mundo telúrico a la vez más alto y más bajo
que el hombre, como el mundo goethiano de las Madres. La noción de
inmortalidad desaparece ante la de eternidad.
Opus Nigrum: el viejo término empleado por
filósofos y alquimistas define muy bien esa pintura que traza Mann de
las disoluciones y resoluciones de la sustancia humana. También aquí se
nos impone la comparación con Proust, aunque sólo sea para clarificar
una por la otra dos actitudes y dos métodos. Bien es cierto que ningún
escritor ha descrito mejor que Proust la acción de la muerte, cuando
ejerce sus poderes sobre un ser y va destruyéndolo poco a poco como el
mar a la roca, pero siempre se trata de una acción mecánica, casi
exterior, hasta cuando se produce dentro de un organismo o de una
porción dc éste, y el ser no participa en ella sino es para resistirle o
soportarla. En Mann, por el contrario, y sin que aumente lo más mínimo
la noción de espiritualidad propiamente dicha, parece como si viéramos
estremecerse y correrse como una cortina a la propia persona, extrañas
ganancias compensan extrañas pérdidas. Ya para el tímido Thomas
Buddenbrook, el sentido de la vida se iluminaba con las luces de una
muerte cercana. Gustav von Aschenbach, la Sra. von Tummler y Adrian
Leverkühn experimentan cada cual a su modo, una euforia, un instante o
período de liberación o de realización suprema que casi les concede,
antes de la muerte, un estado de inmortalidad. Ni siquiera el rígido
Joachim, en los preámbulos de su muerte, deja de conocer esa impresión
de libertad con la que nunca había soñado en vida. Mann parece haber
dudado mucho tiempo de si esa fase de actividad que, en cierto modo,
despierta al aproximarse la muerte, representa únicamente un espejismo,
una mentira vital de la naturaleza tal como la hubiera definido un
contemporáneo de Ibsen o de Schopenhauer, o bien si, por el contrario,
como dice la tradición hermética se alcanzará por un momento un nivel
superior. Parece ser que alternó estos dos puntos de vista que, en
resumen, constituyen el anverso y el reverso de un mismo problema. Pero,
pese a ciertas salpicaduras de humor a la alemana, nunca cae en lo
macabro. La muerte no es sino la forma más radical, pero también la más
común, de una transmutación que los personajes de Mann, en ocasiones,
también consiguen sin recurrir a ella. Alquímicamente, la fase de opus
nigrum se transforma en opus rubrum: Gregorio, José y Hans penetran en
la vida con unas fuerzas momentáneamente renovadas o acrecentadas pero
no por ello deja de hallarse sometida la persona a una especie de
alienación: la separación tradicionalmente presentada como la parte más
difícil de la gran obra, ha sido definitivamente realizada.
Consideraciones de un escritor apolítico: este
título que da Mann a un libro de ensayos publicado en 1918, se puede
aplicar hasta el final, a pesar de las apariencias, al resto de su obra [4].
Sería inútil tratar de explicar ésta como una serie de reacciones al
drama político de su tiempo; puede incluso decirse que Mann adoptó, con
respecto a los acontecimientos de su siglo, la actitud semidistante que
fue la de Goethe y la de Erasmo con respecto al suyo. Si su obra
encierra, al igual que un espejo convexo, una imagen condensada de la
Alemania de aquellos sesenta últimos años, es precisamente porque su
autor se negó a mezclar procedimientos periodísticos con procedimientos
novelísticos. El pesimismo de las obras publicadas entre 1898 y 1914
traducía la justa y quizá inconsciente reacción de una sensibilidad
alemana en presencia de una época de materialismo acomodado y de
militarismo rígido que iban a terminar mal; el demonismo del período
posterior fue confirmado por el desencadenamiento de fuerzas elementales
y de ideologías mortales que barrían desde hacía más de cuarenta años
Alemania y el mundo entero. La noción de enfermedad, tan importante en
la obra de Mann, tal vez le fuese inspirada, al menos en parte, por la
existencia de esos grandes cuerpos enfermos. Pero el síntoma político
mórbido, allí donde Mann lo describe, sigue siendo el indicio más
visible aunque el más exterior de un mal que ante todo, es inherente al
Ser. Su afición a la realidad biológica, por una parte, y a la obsesión
metafísica por la otra que, en la novela, lo resguardaron del
psicologismo puro en el que tantos contemporáneos suyos se acantonaron,
lo protegieron asimismo de los errores de óptica del político puro. Los
movimientos políticos que sacudieron la Alemania del XIX no tienen más
que una repercusión amortiguada, en Los Buddenbrooks, o se limitan a
meros incidentes locales; la guerra de 1870 sólo es mencionada
incidentalmente, durante un intercambio de reflexiones sobre comercio
del trigo. En La montaña mágica, «la gran irritación», el estado de
ánimo que, según Mann, condujo a la guerra de 1914, se percibe a la
manera de fenómenos barométricos anunciando un ciclón, y se traduce en
términos más cósmicos que humanos. En Mario y el mago, la sátira del
fascismo pronto se transforma en una negra fantasía, se disfraza de
pintura horffmanesca de lo grotesco y de lo monstruoso. Aunque escrito
entre 1930 y 1943, el enorme José no redunda -como hubiera podido
esperarse- en una protesta contra la odiosa destrucción de una raza, no
en un alegato a favor de Israel. En el Doctor Fausto, el informe sobre
los acontecimientos del año 1914 sirve de música de fondo al relato
póstumo de la vida del músico Leverkühn y reproduce aproximadamente los
acentos del mismo Mann, que desempeñaba en la radio americana el papel
de praeceptor Germaniae; pero ese comentario de la catástrofe alemana
permanece accesorio al drama interior, a la tragedia del hombre genial
entregado por completo al Mal.
Con toda seguridad, el ambiguo Doctor Fausto parece
poder reducirse, en ocasiones, a una alegoría relativamente simple del
estado político de Alemania, puesto que al final de la obra, el
personaje central se identifica, casi a propósito, con la patria alemana
que perece en la aventura nazi. Aún más, nos inclinamos a pensar en
Hitler y en el milenio por él prometido para el nacional socialismo
triunfante, a partir del momento en que el Espíritu del Mal,
materializado en forma de hombrecillo mezquino y vulgar, propone al
trágico Leverkühn el pacto que asegurará a su talento genial un
desarrollo casi sobrehumano y le garantizará, antes del plazo infernal,
un capital de tiempo adecuado. Se ve asimismo con claridad que Mann
quiso presentar, en sus dos personajes principales -el sombrío y
solitario Leverkühn y el benévolo y elocuente Zeitblam, el hombre
intuitivo y el hombre culto- dos aspectos de la civilización alemana.
Pero como casi siempre ocurre con los símbolos de Mann, el círculo que
forman no está cerrado y parece como si dejara a propósito escapar esa
realidad que pretendía encerrar. El Diablo, en suma, mantiene su
promesa, y Leverkühn se convierte gracias a él en ese genio musical, de
la talla de un Beethoven, que realiza con gloria su vida de artista al
mismo tiempo que va perdiendo su vida de hombre. Es inútil indicar a
dónde nos llevaría este paralelismo si lo ampliáramos al campo del hecho
político. La alegoría partidista, sostenida hasta el final en el Doctor
Fausto, conduciría primero a un didactismo de folleto propagandístico y
después a una contradicción interna.
Otros escritores en lengua alemana, de la misma
generación que Thomas Mann o de una generación inmediatamente posterior a
la suya, trataron de fundir en un todo los secretos de la magia y
aquellos, apenas menos peligrosos, de la sabiduría; otros buscaron en
una teoría medio esotérica del conocimiento una explicación del mundo
que el materialismo burgués o revolucionario de su tiempo no les
ofrecía; otros, también, hicieron fracasar el principio de
contradicción. La alegoría o el mito sirven de común denominador a unas
mentes, por lo demás, irreconciliables y muy distintas unas de otras: en
Spengler y en Kassner, en Gundolf y en Jung, en Rilke y en George, en
Kafka como en Jünger y en Kayserling también, encontraríamos dispersas
huellas del vitalismo de Paracelso, de la mística alquimista de Boehme,
del orfismo del viejo Goethe, del titanismo de Hölderlin, de la teúrgia
angélica de Novalis, de la magia subversiva de Nietzsche. Todos ellos
heredaron más o menos unos puntos de vista medio humanos medio
herméticos, que la Alemania del Renacimiento transmitió a la Alemania
del Romanticismo. Todos ellos intentaron trascender el destino humano en
términos de destino universal; todos siguieron o vislumbraron unos
métodos de desarrollo del conocimiento que afectaban a la voluntad o a
la imaginación humana; todos buscaron una verdad demasiado central para
no ser también subterránea.
Si Mann pertenece al tronco mismo del árbol, al linaje directo
goethiano, tal vez sea que, por ser fiel a su vocación de novelista,
encontró en el estudio y en la descripción del hombre individual y del
hombre medio, un contrapeso a la ensoñación, por una parte, y por la
otra a la sistematización dogmática. De ello suele resultar, en el
interior del mismo misterio, una especie de pragmatismo no muy alejado
del de Fausto, al final del Segundo Fausto. Como en el comentario hecho
por el mismo Goethe de sus propios poemas órficos, en donde verdades que
parecían inefables descienden voluntariamente al nivel casi insulso de
una incitación a la buena vida, La montaña mágica, ese macizo central de
la obra de Mann, tiende a situar en primer plano, en el personaje de
Hans Castorp, las virtudes más esotéricas y las más simples, la
benevolencia, la honestidad, la modestia, fortalecidas únicamente por la
dosis precisa dc valentía y de sentido común, para que dichas
cualidades no se pongan, como tan a menudo ocurre, al servicio de
prejuicios ya existentes o de nuevos errores [5]. En el
Doctor Fausto, en donde se hace hincapié sobre la desmesura del gran
hombre, con exclusión de toda virtud o incluso de todo vicio corriente,
el hecho de que esa aventura situada, como la música de Adrian
Leverkühn, al límite de los sonidos perceptibles al oído humano, nos sea
contada por ese trivialísimo personaje que es el narrador del libro,
parece responder en Mann a la necesidad persistente de mantener los
derechos de la humanidad ordinaria en presencia del genio. Ese
insignificante doctor Zeitblom es capaz de analizar lo que le espanta,
de amar lo que le supera y de servir de confidente, de colaborador y de
consejero a su terrorífico héroe. Nada más goethiano que esa
preocupación por hacer que la posición media comente a la posición
extrema. Lo que se nos ofrece es la presentación casi pedagógica de la
locura por la razón, del inconsciente o, más bien, del supraconsciente,
por el consciente; del brujo por el profesor. El eterno Lutero encarnado
en el exteólogo Leverkühn, habitado por el demonio como el hombre de la
Wartburg, nos es descrito racionalmente por el eterno Goethe o, más
bien, por el eterno Eckermann representado aquí en la forma más burguesa
por el académico Zeitblom. Todo sucede como si, para Mann, lo imposible
y lo inexpresable no pudiesen realizarse o enunciarse sino a través de
la filtración de lo sensato, de lo prosaico, casi de lo vulgar o, en
cualquier caso, de lo trivialmente humano.
La frase misma de Mann, esa frase un tanto lenta,
en ocasiones pesada y descriptiva, que arrastra consigo hasta en los
diálogos las perífrasis y fórmulas corteses de un tiempo pasado de moda,
es menos hermética que exegética. Esa marcha prudente que sólo aborda
un punto cuando el precedente ha sido ya correctamente agotado, esa
tesis que contiene perpetuamente dentro de sí su propia antítesis,
recuerdan a un mismo tiempo los procedimientos escolásticos y los de la
escuela humanista. Las circunlocuciones y los distingos «jesuíticos» del
joven Hans en La montaña mágica, la multiplicación casi delirante del
análisis en José, donde se enumeran entre otras cosas, con minucia
rabinica, las siete razones que tuvo José para no ceder a la mujer de
Putifar, la agobiante dialéctica interpretativa del Doctor Fausto
corresponden estilísticamente a la marcha sinuosa de un conjunto de
talentos al que pertenece Mann; que manifiestan la necesidad, no de
racionalizar, sino de escrutar mediante instrumentos proporcionados por
la razón, la inmensa complejidad del mundo que siempre terminará
desbordando las clasificaciones humanas. De ello se deduce que la
escritura de Mann tiende no sólo a conservar con todo rigor la
estructura lógica del lenguaje, sino también a ponderarla, incluso a
expensas del realismo del diálogo, a conservar el papel clásico de
vehículo intelectual más que emotivo del discurso. En ciertos puntos
neurálgicos de su obra, allí donde lo inexpresable o lo inconfesable
entra en juego, Mann procede, no a la manera del poeta moderno, por
ruptura explosiva del lazo sintáctico, sino por el paso dc la lengua
corriente a otra lengua secreta que, en ocasiones, es también lengua
erudita. El arcaísmo casi paródico de El elegido, el extraordinario
francés de pesadilla, extrañamente deformado por labios extranjeros, que
emplean los amantes en La montaña mágica, el alemán de la época de
Lutero utilizado por Adrian Leverkühn durante el delirio y en la
confesión son otros tantos ejemplos de ese lenguaje -pantalla y de ese
lenguaje- rodeo. A nivel mucho más bajo el seseo de la señora Putifar,
el lapso dialectal de la Sra. von Tummler, equivalen también a formas
rudimentarias de perífrasis; sirven semi conscientemente a la expresión
disfrazada del deseo [6]. Los largos circuitos
estilísticos corresponden a la meticulosa lentitud de la toma de
conciencia; se trata de impedir que el lector, al igual que el
personaje, se inicie superficialmente y demasiado aprisa. Esta
explicación sabiamente aplazada difiere por completo del hermetismo
altivo de un poeta como George, en quien el secreto, como un diamante,
luce con todos sus brillos, o de la alegoría guardada bajo triple
cerrojo de un novelista como Kafka. El comentario discursivo no cesa en
Mann hasta que llega a ese punto en que ya no sería sino didactismo
vulgar; el mito toma el relevo. Envuelto en la espesa ganga de la vida
cotidiana, hecho para ser percibido únicamente por una mirada atenta el
mito no es para él sino una explicación más escondida.
Podemos preguntarnos, acostumbrados como lo
estamos, a una definición casi escolar de la palabra humanismo, si un
pensamiento tan inclinado a lo irracional y a veces a lo oculto, tan
abierto al cambio y casi al caos, puede aún calificarse de humanista. No
se le puede calificar así, seguramente, si contemplamos tal cual la
antigua y estrecha definición del humanismo, es decir, de lo erudito
incorporado al conocimiento de las literaturas antiguas, particularmente
dedicadas al estudio del hombre, ni siquiera si ampliamos ese término
hasta hacer que contenga -como suele hacerse hoy- la idea de una
filosofía basada en la importancia y dignidad del ser humano, en lo que
Shakespeare llama las facultades infinitas de esa obra maestra que es el
hombre. Parece ser, en efecto, que hay en esos puntos de vista un
elemento optimista respecto de lo humano, y quizá una sobrestimación del
mismo, que no se puede atribuir a un escritor tan obsesionado por la
parte turbia de la persona humana, tan preocupado por mostrar
principalmente en el hombre una parcela y una refracción del todo. Pero
ya la frase de Shakespeare sobre las infinitas facultades humanas abre
la puerta a otra forma de humanismo al acecho de todo lo que, en
nosotros, rebase los recursos y aptitudes ordinarios; desemboca, hagamos
lo que hagamos, en el inmenso segundo plano poblado de fuerzas más
extrañas de lo que quisiera una filosofía, para la cual la misma
Naturaleza es también una entidad simple. Este humanismo vuelto hacia lo
inexplicable, lo tenebroso, incluso lo oculto, parece oponerse en un
principio al humanismo tradicional: en realidad, es más bien la punta
extrema y su ala izquierda. Mann pertenece auténticamente a ese grupito
de espíritus prudentes y tortuosos por naturaleza, a menudo secretos por
necesidad, temerarios, según parece, a pesar de ellos mismos y, por una
suerte de compulsión interna, verdaderamente conservadores puesto que
no dejan perder nada de una acumulación de riquezas milenarias y, no
obstante, subversivas, en su continua reinterpretación del pensamiento y
de la conducta humanos. Para inteligencias de esa clase, todas las
ciencias y todas las artes, los mitos y los sueños, y la misma sustancia
humana, son objeto de una investigación que durará tanto como la raza.
«El estudiante en letras humanas», para emplear una expresión muy del
gusto de Hans Castorp, se mantiene junto a ellos al borde del abismo.
Cierto es que no se trata aquí de convertir a Mann
en el adepto a una creencia o a una teoría cualquiera, y aún menos en el
depositario de no se sabe qué tradición mítica poco auténtica. Ni
siquiera se trata de suponer en él la clara voluntad de ejemplificar en
sus novelas opiniones más o menos inciertas o confusas sobre la
naturaleza del hombre o del conocimiento. Tales sistematizaciones
representan casi siempre, para el gran escritor, un total fracaso. No
por ello deja de ser curioso constatar que las grandes arquitecturas
novelescas de Mann, como, por lo demás, en grado diverso y por razones
diferentes, las de Proust y de Joyce -también elaboradas durante la
primera mitad del siglo XIX- se construyeron a partir de nociones muy
alejadas de la idea superficial que nosotros nos hacemos de lo
contemporáneo y de lo moderno, y se relacionan, por el contrario, con
algunas de las más antiguas cogitaciones sobre la sustancia misma de la
realidad.
De las tres grandes obras más arriba citadas, la de
Mann tal vez sea la más difícil, debido a que los sabios repliegues del
pensamiento se hallan en ella disimulados bajo la cobertura de un
realismo burgués que puede parecer pasado de moda o con la ayuda de un
juego literario de gran estilo en el que cada vez participa menos el
lector de hoy. Probablemente, es también la que va más lejos en el
análisis de los poderes latentes del hombre y de sus formidables y
secretos peligros. En unos tiempos en que esos poderes y esos peligros
han adquirido una evidencia inigualada hasta ahora, acaso estemos mejor
preparados para reconocerlos en Mann, bien escondidos bajo sus extraños
disfraces novelescos y, como así lo quiere la vieja fórmula hermética,
bajo las especies de la interioridad.
Fayence, Var, 1955
Mount Desert Island, 1956
Notas
[1] Nunca destacaremos lo suficiente la importancia, para los
personajes de Mann y seguramente también para su autor, de la noción de
«confort» y, llegado el caso, de la de lujo. Podríamos, paradójicamente,
hallar en Mann la tendencia que Chesterton señalara en Dickens: la de
inmovilizar poco a poco a sus personajes entre montones de cojines. En
la obra que nos ocupa, es muy posible que la descripción de la
confortable y correcta existencia del hijo de Jacob en tierras de
Egipto, escrita por Mann exiliado, mientras residía en California,
refleja en parte la abundancia material de la civilización americana y
también su curioso formalismo. De manera más general, encontramos en esa
Tebas del José, así como en el Francfort o en el París de Krull, en la
morada de Beaurepaire del Elegido, o también en las casas señoriales de
los Buddenbrooks o de los Walsungs, un elemento propio de país de Jauja o
de sueño, la huella de una atracción no tan distinta de la que ejercen,
evidentemente, el lujo y la riqueza en la imaginación de Flaubert.
[2] Gide, como sabemos, expresó la misma idea en una fórmula, que
acabó siendo célebre, de su estudio sobre Dostoïevski, y ciertos pasajes
de Los monederos falsos o de Si la semilla no muere, nos lo muestran
indudablemente sensibilizado respecto a los mismos problemas. Pero su
toma de posición antiteológica y antimetafísica pronto lo limitó sobre
este punto a la paradoja o a la metáfora pura y simple. Hay que buscar
en obras suyas más antiguas un tratamiento del mismo tema que iguala y a
veces supera en intensidad al de Mann. La connivencia con el mal no es
menos visible en Saul (y en alguna página de El inmoralista) que en el
Doctor Fausto; Michel, en busca de sí mismo, tropieza con tantos
peligros como Gustav von Aschenbach y como Adrian Leverkühn en sus
caminos respcctivos. Pero el problema, al revés de lo que ocurre en
Mann, sigue siendo en Gide de orden únicamente psicológico.
[3] Como curiosidad, mencionaremos también que Mann, en La montaña
mágica, habla del símbolo del incesto tal como lo encontramos en el
lenguaje tradicional de la alquimia, en las misteriosas Nuptiae
Chymicae.
[4] Sólo se trata aquí del Mann novelista. No hay por qué discutir,
por lo tanto, sobre el contenido de estos ensayos en particular, en los
cuales Thomas Mann, como tantos otros escritores de su generación,
defendió, durante el conflicto de 1914 - 1918, la política imperial de
Alemania. Lo recordamos únicamente para mostrar que, en el interminable
diálogo entre Joachim y Hans Castorp, Mann tardó mucho tiempo en
desolidarizarse de Joachim.
[5] La contradicción implícita en el epílogo de La montaña mágica fue
discutida anteriormente. De todos modos, al mostrarnos a Hans atrapado
de nuevo por los prejuicios de la época y obedeciendo sus consignas,
Mann cede más que nunca a su deseo de colocar sus héroes al mismo nivel
de los hombres más comunes.
[6] Cierto es que todo esto nos hace pensar en Freud, a quien Mann
admiraba hasta el punto de ver en él al iniciador de un «humanismo del
porvenir, que conocerá sobre el hombre unos secretos que ignoraba el
antiguo humanismo». No obstante al igual que los juegos lingüísticos del
autor de Anna Livia Pluribella los lapsos y símbolos de Mann tampoco
pertenecen al mundo de la estricta observancia psicoanalítica; la
interpretación freudiana es en él secundaria, aun cuando se imponga.
Mann cae pocas veces en el error consistente para el novelista en
jugárselo todo a unas hipótesis o fórmulas psicológicas en boga, con
frecuencia menos duraderas que la misma obra literaria, como entre
otros, lo hizo Balzac al apoyarse sobre los descubrimientos de Lavater.
Más que en Freud, es en Jung, por lo demás, en quien Mann parece
inspirarse a menudo; pero los únicos párrafos en que una teoría
psicológica tomada de alguien aparece tal cual, son aquellos en donde
flota la influencia de las opiniones de Lombroso sobre la anormalidad
del genio hoy día pasadas de moda pero que desdichadamente, parecen
haber marcado su pensamiento hasta el final.
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